La mujer recibió un disparo a la altura de la barbilla mientras intentaba arrancar el carro, un Ford Maverick clásico y fue sacada violentamente por la ventanilla rota del piloto por la ingente muchedumbre que intentaba apropiarse de su auto, el cuerpo de la joven mujer dio contra el asfalto duro de la avenida.
La turba, en su intento por escapar de la ciudad, se abalanzaba sobre cualquier infortunado vehículo, aun cuando para ello fueran aplastados por desesperados automovilistas que terminaban en aparatoso accidentes.
Rebeca era enfermera y se hallaba en una situación precaria, la sangre brotaba a borbotones de su mandíbula con restos de dientes y la carne pulverizada de su lengua, alguien apuntó a la portezuela del auto que había reventado la ventanilla, mientras muchas manos la arrancaron de su asiento con tal fuerza que desprendieron el cinturón de seguridad, ahora más preocupados por introducirse en el pequeño vehículo, había sido dejada a su suerte arrastrándose para salir.
La mujer se incorporó desesperadamente, movida por la adrenalina del momento y corrió, introduciéndose como pudo al primer portón bardado de aquella zona residencial que encontró para pedir ayuda y guarecerse de los incesantes ires y venires de desesperados iracundos,
Cerró el portón, aunque no tuviese la llave para salir de allí.
En la casa aparentemente abandonada, los gritos, disparos y confusión se amortiguaron en un silencio inquietante, su cabeza estaba en ebullición, no lograría sobrevivir si se desmayaba en aquel momento, intentó usar el teléfono de aquella casa pero no daba señal y el suyo se quedó en el auto con sus demás pertenencias de viaje.
Con sus maltrechas fuerzas cortó un trozo de tela de un mantel de seda y lo amarró a la base de su empeine que sangraba profusamente, en la cocina de aquella casa, mantuvo su hinchada quijada al flujo de agua fría, aunque su lengua se sentía como una pelota, podía sentir que la bala le había arrancado tres dientes.
Subió torpemente al primer piso tropezando varias veces, en el baño encontró un pequeño botiquín, por suerte contenía hilo quirúrgico absorbible con una aguja asida al sobre, apenas sintió el escozor de la solución de yodo, que era una solución bucal rebajada.
Coserse fue terriblemente doloroso, en especial la salida de la bala que arrancó la piel, cuyos restos colgaban en tres cortes, si no fuera porque en un grito de desesperación abrió la boca, la herida sería aún más grave.
Se puso algodón impregnado de yodo dentro de la boca que no fue particularmente doloroso, con las gasas atendió la herida de su pie y cubrió los cachetes hinchados donde la herida más escocia.
Quedóse quieta en una esquina del baño, rendida, entre el desmayo y un sueño mortal, en ese lugar solamente había aspirinas y alguno que otro antibiótico menor, aunque las pastillas con metamizol sódico disminuyeron la fiebre y la hinchazón, su preocupación era no dejar que se infectara la herida hasta que pudiese marcar el 911.
Aunque adolorida, no salía de su incredulidad -"el mundo se ha ido al infierno y ella no había se enterado"- hasta que la mano del diablo la tomó por el cuello y la sacó de su vehículo.
Se quedó semidormida mientras los ruidos de lucha amainaban y caía la tarde.
Por primera vez se detuvo a reflexionar sobre lo que pasaba a su alrededor, todo el camino que recorrió a la casa en que se refugió, estaba plagada de autos varados perfectamente estacionados, algunos con sus cofres arriba, con las puertas abiertas. Algo había sucedido que había dañado los autos, pero a su viejo auto no pareció afectarle y todos parecían tener la necesidad de huir de aquel lugar paradisíaco de la clase media alta, a la que ella no podía acceder y que tenía que conformarse de vivir en las zonas departamentales de la ciudad Atlanta.
Al viejo clásico tuvo que repararle el encendido eléctrico que se había estropeado, un problema que padecía de tiempo atrás, reparación que hizo sin mayor contratiempo gracias a su trabajo como paramédico y conductor de ambulancia que constantemente requería reparaciones, en el cobertizo de la cabaña de su padre, enclavada en un paraje solitario en la bella Tennessee, encontró todo lo necesario para dejarlo a punto y regresar de sus vacaciones a la que usualmente no llevaba ningún aparato de alta tecnología que la distrajera de su recreación anti-estrés.
Un sonido rítmico la abstrajo de su diatriba, luego se escuchó más claramente como un chapoteo que se dejaba sentir cerca de ese lugar, en esa misma casa, en garaje que daba a la calle.
Asomó la cara por el tragaluz del baño, horrorizada, contemplo un grupo de chicos abalanzados sobre lo que presuntamente eran los restos de una señora de la que su rostro estaba hecho jirones y su pecho oscuro y rojizo dejaba ver el blanco de los huesos de su caja torácica.
Uno de los chicos hizo un ademán de ver y apartó la mirada asustada, no comprendía la magnitud de lo que estaba pasando, se dirigió a las ventanas que daban a las calles interiores del vecindario donde pudo contemplar una ciudad devastada por humaredas de presumibles incendios de algunas viviendas a lo lejos.
La casa estaba bardeada y recubierta de enredaderas y árboles de poda, que no dejaban ver claramente el exterior, tenía que subir al segundo piso para obtener una mejor vista, al retomar el pasillo, pudo observar manchas obscuras que no había visto al ingresar a la casa, era lo que parecía un camino de sangre, pero dado que no había luz eléctrica no podía decir realmente si era eso, bajó a la cocina, pero no encontró ninguna lámpara, fuera de un llavero de led que apenas alumbraba, se aseguró de cerrar la puerta y de agarrar un cuchillo de carnicero embonado en un porta cuchillos de madera.
Se detuvo a contemplar el desorden de aquel lugar, había signos de lucha, el llavero le permitió ver que de uno de los cuartos de la planta baja, alguien había sigo arrastrado dejando marcas de sangre que subían por las escaleras.
Haciendo de tripas corazón, se armó de valor y se dirigió al primer piso, donde contempló el mismo desorden, en uno de ellos, signos de lucha.
La sangre era abundante, su respiración se acortaba. Descubrió el primero en el segundo piso y luego el segundo, que había sido atravesado con un objeto contundente que le había destrozado el pecho y cuyo costado dejaba un camino de sangre y restos de piel embarrados en el piso que Rebeca usualmente veía en accidentes fatales, el rastro con marcas de pisadas se detenía ante una puerta a mitad del pasillo.
Y al abrirla, lo que vio le arrancó un grito que le hizo trastabillar hacia atrás y caer encima de otro bulto a lado de la puerta, salio de un estado de terror para entrar a otro, frente al cuerpo de un hombre -cuya mitad de la cabeza estaba pegada al techo, producto de la fuerza de un disparo de escopeta que le dejó colgando literalmente sus ojos-, -otro cuerpo- tal vez de un niño pequeño, cuya ausente cabeza había sido separada de su tronco, yacía desmadejado a los pies del hombre.
Fue entonces cuando lo vio, enclavado en una esquina de aquella oscura habitación, iluminado por la tenue luz del llavero -Se mueve- dijo para sí Rebeca, -mueve los ojos y la boca-.
Rápidamente se incorporó movida por un irracional impulso que la alejó de aquel horror para dar de bruces contra la pared de madera del pasillo.
Cayendo la noche, los gemidos se escuchan al viento libre de las calles interiores de ese mundo de pesadilla, Rebeca vive la propia, atraída a la última habitación de una casa, donde los quejidos se escuchan amortiguados, donde la soledad apremia y el viento no perdona.
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